Zona antigua de Oporto vista desde la Torre dos Clérigos |
Con sus 237.559 habitantes, 1.816.045 en el área metropolitana, es la única rival económica de Lisboa en Portugal. Famosa por su célebre vino y la francesinha (carnoso sandwich que recomiendo tomar pero con el estómago bien vacío), cuenta además con una sustanciosa oferta cultural: unos 10.000 eventos anuales, museos, iglesias, catedrales, enormes puentes sobre el Duero, un casco antiguo laberíntico, desordenado y con su propia idiosincrasia; y por supuesto también edificios modernos, póngase el Museo de Arte Contemporánea del parque de Serralves, o mejor aún: la Casa da Música.
Casa da Música |
Torre dos Clérigos |
A partir de ahí, recorrer la ciudad fue un goce continuo cuando me daba la vuelta y veía por casualidad una iglesia enorme, veía increíbles edificios modernistas abandonados, estábamos en el centro y a la vez en medio de ninguna parte, salían calles estrechas con edificios desmesuradamente altos y ya no digamos al cruzar el puente de Don Luis sobre el Duero, desde el que se veía toda la Ribeira, con sus casas de piedra, abandonadas, algunas cubiertas por la vegetación, otra con una máquina de coser en el tejado, otra con un gato gris que te miraba serio como diciéndote: ''pues a mí no me hace ninguna gracia.''
Vista de la Ribeira desde Vila Nova de Gaia. A la derecha se ve una parte del puente de Don Luis, por el que pasa el metro; y a la izquierda de todo, la torre que sobresale es la Torre dos Clérigos. |
Confieso que Oporto me ha encantado, y que me gustaría volver y ver todo eso que según tengo oído me perdí, pero admito que tampoco me he enamorado incondicionalmente. Lo más interesante del viaje tal vez haya sido experimentar esas sensaciones que la ciudad me transmitía, como si estuviera conociendo a una persona.
Creo que uno puede sentir el equivalente enamorarse pero referido a una ciudad, y al igual que si fuera con una persona, no siempre lo puedes entender ni predecir, simplemente te afecta, lo sientes, eres víctima de las sensaciones que la urbe te transmite, y aunque no seas capaz de justificarlo, no te queda otro remedio que admitir que volverías a verla, que te gustaría vivir con ella y que nunca te cansarías de conocerla.
En ese sentido, viajar despierta partes de uno mismo que ni siquiera sabíamos que estaban ahí, y nos despierta la espontaneidad, y desplaza esa manía que tenemos de justificar que algo nos encante, fundamentar nuestros sentimientos por si alguien los cuestiona. ¡Pues no! A veces algo como una ciudad (o una persona) nos encanta, nos hace estremecernos en los más hondo y ni siquiera somos capaces de darle una explicación, simplemente te hechiza y pasas a no poder parar de recordarla, admirarla y sonreír cuando la ves.
No hay comentarios:
Publicar un comentario