lunes, 16 de julio de 2012

Etimologías (2)

  En el anterior artículo expuse el motivo por el que el conocimiento de las raíces del lenguaje nos permite pensar con más eficacia y precisión, y prometí explicar ahora porqué supone reencontrarse con uno mismo.

  Las palabras que usamos, todas ellas tienen un origen incierto. Es imposible que sepamos como todas derivan las unas de las otras. En la mayoría de los casos esto no nos es problema; ni nos va ni nos viene. Pero en ocasiones se acentúa ese efecto y nos encontramos usando unos tipos particulares de palabras sin saber porqué, como es el caso de cuando vamos a la administración y usamos un lenguaje más ''correcto'' aunque no entendamos porqué,  o cuando accedemos a nuevos ámbitos y su vocabulario nos resulta extraño pero nos vemos obligados a usarlo por estar extendido ese uso. Es el caso de, por ejemplo la informática, que nos trae multitud de nombres que no sabemos de donde proceden, o en las noticias, al informar de cualquier acontecimiento parece que usan unas palabras que no son las cotidianas y no sabemos porqué, o simplemente en nuestro ámbito profesional.


  Hay, pues, una dicotomía entre el lenguaje cotidiano que usaríamos espontáneamente y el usado formalmente, siéndonos éste ajeno y extraño. La sensación que acaba impregnando al lenguaje, como resultado, es la misma que al ver las ciudades, hechas de cemento, repletas de objetos de origen y función incierta, hechos de materiales de origen desconocido del que solo sabemos que no se encuentra en ese estado en la naturaleza (como es el caso del plástico, del que sabemos que no se deshace en el medio natural y que procede de una transformación misteriosa del petróleo): vivimos rodeados de frío cemento y de formas extrañas, usando palabras ajenas y viviendo entre artificialidades.

  Al igual que ir a la montaña nos hace recordar que efectivamente venimos de la naturaleza y que no somos enteramente artificiales, conocer las palabras griegas de las que surgen muchas de las nuestras y muchas de las del latín nos hace recordar que el lenguaje también lo hemos hecho nosotros de forma natural, que es cálido y acogedor y no frío y ajeno, como podría parecernos.

  Nosotros le llamamos hipopótamo al hipopótamo, ¿porqué? No lo sabemos. Pero los griegos decían lo siguiente: si ''caballo'' es ''hipo'' y ''río'' es ''pótamos'', entonces a esa especie de caballo que habita en los ríos lo llamaremos ''hipopótamo''.
  La tierra es gea; su diosa es Gea; si queremos que nuestras cosechas sean abundantes, debemos rezarle a Gea. La memoria es mnemos; su diosa es Mnemósine y gracias a ella recordamos las cosas; los rayos los causa Zeus y los terremotos Poseidón. Todo el lenguaje griego tiene un sonido propio y se nota claramente de donde proceden las palabras derivadas. Su vocabulario refleja una imagen del mundo muy primigenia, que, en contraste con nuestro extensísimo vocabulario artificial, nos resulta inmediato y intuitivo, y por ello, fácil de usar y sencillo.

  Conocer las palabras griegas es como pisar la hierba descalzo, porque te recuerda que vienes de la naturaleza y te permite comprobar, para tu tranquilidad, que el lenguaje también. Es por esto que digo que el lenguaje te hace reencontrarte contigo mismo. Esto te lo permite sobre todo el griego, con su sencillez e intuitividad, pero para sentir el castellano como propio debemos recurrir, además, al latín, especialmente, y al árabe y al idioma sajón en menor medida (para entender las palabras procedentes de ellos, como ''ojalá'')